Por Javi Patiño (@javiptny)
La presentación en sociedad de Pablo Iglesias, para aquellos seres no masoquistas que huyen de las tertulias políticas, fue el día de las Elecciones Europeas del que se va a cumplir un año. Ese pelotazo del millón de votos, los 5 escaños y la puesta en escena de Iglesias, junto a un fulano de gafas raras (un idealista) y a otro chaval con pinta de haber leído mucho (un pragmático), caminando por un Madrid nocturno coreando consignas, con un ojo puesto en la cámara que lo seguía y el otro en los fieles que lo esperaban festejando la hazaña.
Todos tenemos más o menos claro cómo llegaron a esa espectacular cifra: una tormenta perfecta de crisis y corrupción mayúsculas, que en muchos aspectos ha ido a peor, y una sociedad civil en la que resucitaba (o directamente nacía) el interés político. El 15M, los indignados, las protestas en la calle de una generación estafada, etc etc. Con ese caldo de cultivo y la habilidad de una élite universitaria que quería pasar de los despachos a la acción, se obró el milagro electoral. Lógico, viendo el panorama, que ellos también reclamasen su parte del pastel a golpe de tuit, tertulia y sermón.
Llegar cuesta mucho, pero mantenerse ya es de nota. La resaca fue idílica, con un discurso ganador, de alternativa, seducían más si cabe a los desencantados y, ya de paso, a parte de los nostálgicos todavía fieles a IU. ¿Cómo? Pues adaptando su lenguaje al medio, proclamando su monopolio sobre la honrandez política y, en definitiva, diciendo lo que la gente quería oir. Nueva política. En cada sucesiva encuesta, el zarpazo era mayor, alguna incluso les daba como la fuerza más votada en las Generales. Ayudó también la táctica del PP de convertirlos en su rival. Al fin y al cabo, por aquel entonces, los votos perdidos del PP se habían transformado en abstención y nada mejor que meter miedo para que los tuyos se vayan desperezando. Así empieza una bella historia de amor obsesivo con aires de culebrón venezolano, rozando muchas veces la vergüenza ajena, algo bastante habitual cuando el PP y su entorno fijan objetivo.
Pero a Moncloa no se llega con un millón de votos y el cielo se puede tomar por asalto, como decía Marx, pero para asaltarlo hay que estar bien acompañado. Si vamos con cuatro amigos, lo más normal es que nos digan eso de vuelva usted mañana. Ahí empieza el reto de Podemos, quizá también su cortafuegos: no basta con los votos de izquierda para gobernar, por mucho que los tuyos te sigan casi con fe religiosa. Hay que sumar, al fin y al cabo la democracia es una cuestión de cantidad, de estadística. Y una vez superado el efecto gaseosa inicial, el nivel de exigencia es otro, ya es necesario tener una estructura, presentar candidatos medio decentes, hacer propuestas medio posibles… Es decir, meterse en el barro, dejar la zona de confort del “no a todo” y buscar el supuesto centro político, suponiendo que exista. Quitarle la cafeína, el azúcar e incluso las burbujas a tu mensaje inicial, sin que te abandonen aquellos que te habían comprado el estallido de todo. Ahí la ola empieza a perder fuerza.
De repente no somos ni de izquierdas ni de derechas, de repente algunos de nuestros líderes resultan no ser tan ejemplares como presumían, de repente no nos queda más remedio que reconocer que el programa de las Europeas no es viable. Además, cómo no, empiezan los líos internos, las luchas de poder, y todo lo que sobre el papel era idílico, acaba tiñéndose de los peores vicios de la política de toda la vida, incluído lo de culpar de todos nuestros males a campañas y conspiraciones, como Pujol pero vocalizando bien. Para acabar de rematarlo, surge otro partido cuya música le resulta también pegadiza a los que buscan savia nueva. Y amenazan con adelantarte, porque al menos se mojan, dan menos miedo y no cambian radicalmente de discurso cada dos meses. Se aprovechan escandalosamente de tu rebufo, que duele más, para meter el gol del palomero. Todo esto provoca que en las elecciones andaluzas tengas un gran resultado objetivamente, pero muy por debajo de tus previsiones. La ola sigue perdiendo fuerza casi al mismo ritmo que Iglesias dosifica sus intervenciones televisivas.
Precisamente, en una de sus últimas apariciones, Pablo Iglesias regala al actual rey la serie Game of Thrones, dice que para ayudarle a entender la realidad española. Hubiera sido un buen punto que el Borbón le obsequiara con las 5 temporadas de The Wire, y le explicara que va de “la ineficacia de las organizaciones de poder y las luchas internas que surgen para controlarlas”, según palabras de David Simon, creador de esta obra imprescindible. Que los yonkis de Baltimore pueden enseñarnos tanto o más que los Stark o los Lannister, aunque estén menos de moda.
Quizá no le haga falta, tal vez ya la haya visto, apuesto que en versión original y subtitulada, como debe ser. Puede que ya se haya empapado en su día de ese insuperable tratado sobre la corrupción. Pero a lo mejor la historia no es más que un bucle infinito y a todo lo que aspire Iglesias sea al retrato que Umbral dibujó de Felipe González, el reformista reformado, la lucha del hombre contra las instituciones como versión moderna de la lucha clásica del hombre contra los dioses.
O dicho en lenguaje de ahora: qué duro es pretender formar parte de la casta, espero que tanto esfuerzo valga la pena. Sea a quien sea.